viernes, 12 de junio de 2009

El vacío de Marina

Foto: Los casetes sobre los buzones. Terrassa, abril de 2009
Tenía prisa. Se acercaba la hora de ir al trabajo y todavía tenía que pasear a la perra. Salí del ascensor corriendo con Petra a mi lado, mientras ella sacudía sus orejas para quitarse el sueño de encima y gemía porque divisaba ya la calle. Nuestra impaciencia era igual de grande, pero por causas diferentes. Yo quería a toda costa llegar pronto al trabajo y ella quería llegar al parque para jugar a su rutinario juego de los olores. En todos y cada uno de los rincones del parque Petra encontraba información sobre los perros que habían pasado antes que ella. Había tanta información que no podía levantar la cabeza del suelo desde que salía de casa hasta que volvía a entrar, a no ser que en el camino se cruzara con algún otro ejemplar de su especie. En ese caso dejaba el juego para más tarde y se dedicaba a inspeccionar a su congénere, entonces ella perdía toda la prisa que la había llevado corriendo hasta allí, era yo con un pequeño tirón de correa quien tenía que recordarle que el paseo matutino era tan sólo para vaciar depósitos.
La prisa no impidió que antes de salir a la calle me fijara en los buzones de correo, o mejor dicho, en lo que había en la parte superior de éstos. Alguien había dejado unas cintas de casete. Estaban expuestas como si de una tienda de segunda mano se tratara. Pensé que alguien las había olvidado encima de los buzones y que otra persona las había colocado de forma visible para que el olvidadizo vecino las recuperara. Pero no fue así. Al regresar del trabajo me volví a fijar en la improvisada tienda y vi que de las tres cintas que había en un principio ya sólo quedaban dos, y cuando volví a salir para pasear a la perra ya sólo quedaba una. Alguien se las va llevando, pensé. La sorpresa fue que al día siguiente las habían vuelto a reponer. Las estanterías de la tienda volvían a estar llenas de género como el primer día y así lo estuvieron durante varios días.
Hacía una semana tan sólo que Marina había enterrado a su compañero, a su segundo marido del que tan orgullosa estaba y al que se había dedicado en cuerpo y alma en los últimos años, sobre todo al final de sus días. Estaba tan orgullosa que en cuanto tenía ocasión y se cruzaba con alguno de los vecinos del inmueble, enumeraba sin complejos y sin falsa modestia las virtudes de su marido. Hasta tiene la cruz de Sant Jordi —decía poniendo la guinda en el pastel. Jaime, su marido, había perdido la vista hacía tiempo, tan sólo divisaba las formas que pasaban a su alrededor, pero era incapaz de reconocer a nadie a no ser que se dirigiera a él, hablándole. A pesar de eso, no había perdido el sentido del humor. Todos los días salían a primera hora de la mañana a dar un paseo y a comprar la prensa, que Marina leía para su compañero con todo el cariño y dedicación que era capaz de darle.
Sin embargo ahora ya no tenía para quien leer, aunque igualmente salía todas las mañanas a la misma hora a hacer su paseo. Cuando volvía se dedicaba a deshacer la casa, a revisar todas y cada una de las cosas que Jaime y ella habían ido atesorando durante todos estos años, y al ver en un cajón unas cintas de casete que hacía años que no habían puesto, pensó que tal vez alguno de los vecinos las pudiera aprovechar y las bajó al portal, colocándolas cuidadosamente encima de los buzones.
Que tengáis un buen día, viajeros.
Entrellat