miércoles, 14 de octubre de 2009

Manjulika y el señor de las montañas

Foto: Trabajadores hindús en la parte trasera de un camión. Salida de Delhi, 17 de septiembre de 2009
Manjulika cortaba el viento que azotaba su cara con un sari color turquesa. Iba sentada en la parte de atrás del camión, como todos los demás trabajadores que habían estado aquel día en el patio trasero del almacén de Yamir, separando envases de plástico, que otros habían recogido en días anteriores de las basuras y que luego irían a parar, una vez clasificados, a la fundición de dos calles más arriba, donde otros tantos trabajadores harían con aquellos desechos nuevas botellas, o cualquier otro objeto de plástico para el uso de los numerosísimos turistas que llegaban cada día a la ciudad.
A las cuatro de la mañana, cuando casi estaba a punto de amanecer, había sonado un claxon en la puerta de su casa. Manjulika dio un respingo por el estrepitoso ruido del camión y con un solo gesto tiró de los raidos pantalones de su hijo Rasul, que dormía en el camastro de al lado. Sin pensárselo dos veces y a pesar de su corta edad, Rasul se levantó y como todas las mañanas, desde hacía siete días, ofreció la primera comida del día a la vaca de sus padres, tal y como mandaba la costumbre, mientras su madre ponía unos granos de arroz en el altar de Lakshmi, su diosa familiar.
— Tata — leyó Rasul en el frontal del camión, mientras subía a la parte de atrás. Su madre sonreía porque con tan corta edad ya sabía leer la marca del vehículo, aunque era consciente de que con esa palabra y un par más que había aprendido de alguno de sus compañeros de trabajo, mientras circulaban por la autopista en la parte de atrás del camión, poco iba adelantar.
Después de la jornada de doce horas de trabajo, Manjulika y su hijo regresaban a la aldea. Desde su asiento en el suelo del camión, ella lo miraba y daba gracias a Lakshmi, su diosa familiar y de la fortuna, porque hacía una semana que ella y Rasul tenían trabajo. Si Lakshmi les seguía sonriendo, tal vez en unos meses tuvieran dinero para comprar un par de cabras, para que Girisha, su hijo mayor, pudiera ocuparse de ellas y no tuviera que volver a la ciudad.
Manjulika, recordaba cuando su madre le había explicado el significado de su nombre, dulce niña, y la importancia que para ellos había tenido la elección del nombre de todos sus hijos. De la misma manera recordaba cuando unos seis años atrás había nacido su segundo hijo en el camastro de su casa.
— Tiene cara de ángel — dijo la señora que le ayudó en el parto.
— Se llamará Rasul, que significa ángel — dijo Manjulika sin dudarlo.
También recordaba cómo su hijo mayor, el primero, había nacido una noche de fuerte viento y tormenta, y que su marido no pudo ir a buscar a la partera al poblado de al lado. En lugar de eso se quedó nervioso, dando vueltas como un león enjaulado en el porche de su cabaña, mientras miraba a lo lejos las ennegrecidas montañas por si las nubes dejaban paso a los claros. Pero su hijo decidió venir al mundo sólo, sin ayuda de nadie, y por eso el padre decidió llamarlo Girisha, que significa el señor de las montañas.
Girisha había marchado hacía unos seis meses a la ciudad a probar fortuna, porque el pequeño sembrado de su padre y la vaca familiar no daban para alimentar a los cuatro miembros de la familia y a los abuelos paternos, que también vivían en la casa.
A pesar de la corta distancia que había entre el poblado y la gran ciudad, Girisha todavía no había vuelto a visitarlos. Tan sólo habían tenido noticias de él a través de un vecino que había ido a comprar a la ciudad.
— ¿Cómo está mi Girisha? ¿Está bien? — preguntó Manjulika al vecino cuando le dijo que lo había visto.
— Bien, bien. Estaba trabajando en un puesto de frutos secos. Estaba muy guapo. Dice que pronto vendrá a visitaros — mintió para no hacer daño a su buena y generosa vecina.
— ¿De verdad? ¿No me mientes? — volvió a preguntar la madre preocupada, mientras le caía una lágrima por la mejilla y se la lamía con la lengua.
— No, no, ¿por qué te iba a mentir? — decía el vecino intentando disimular su vergüenza, mientras se marchaba con la mirada fijada en el suelo. En realidad lo había visto durmiendo en la calle, encima de la acera, entre una larguísima fila de mendigos, con la cara sucia y con la misma ropa que llevaba el día que se marchó del poblado.
Los pitidos de los vehículos de la autopista y un frenazo del camión donde viajaban, devolvieron a Manjulika a la realidad. Su hijo Rasul la estaba llamando mientras miraba sorprendido a un autobús blanco lleno de turistas, y en especial a un señor que le hacía fotos desde la ventanilla.
— ¿Mamá, quiénes son esas personas que huelen tan bien y vienen en esos bonitos autobuses? — preguntó Rasul, recordando el olor que había sentido de algunos turistas, cuando se habían acercado a ellos por casualidad.
— Gente, Rasul, gente de fuera — decía Manjulika, preocupada porque su pequeño con cara de ángel estaba empezando a tener las mismas inquietudes que su hermano Girisha.
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Este cuento se lo dedico a María José y a Joan unos amigos a los que la fortuna hizo que nos encontramos en Benarés y que, como nosotros, todavía sienten rabia por lo que vivieron en su viaje a la India.
Y al resto, que tengáis un buen día, viajeros.

Entrellat

domingo, 11 de octubre de 2009

El país de las sensaciones

Foto: Niños pidiendo regalos a los turistas. Jaipur, 19 de septiembre de 2009
Han pasado casi quince días desde que volví de la India y me he sentado casi cada día para comentar algo del viaje, para deciros por lo menos por qué no continué con lo que me había propuesto, hacer un relato in situ de las vivencias del viaje. Pues bien, pasado ese tiempo todavía no sé qué contar, no sé qué impresión me ha causado la India y su gente, no sé si me ha gustado, si me ha encantado o si por el contrario me ha horrorizado.
Manel, un compañero en el difícil pero gratificante camino de la escritura, calificaba mi viaje en la anterior entrada con un: “horror, estáis haciendo de turistas”. Lógica su apreciación después de alguno de mis comentarios. En mi defensa diré, aunque creo haberlo dicho ya, y si no ahora es buen momento, que para mí la diferencia entre hacer turismo y viajar no está en la cantidad de estrellas del hotel donde uno se aloje, o en lo más o menos organizado que esté el viaje, si no en la actitud y la mirada que tiene uno ante lo que ve.
Yo me considero viajero y no turista, porque intento — difícil tarea, lo sé— interferir lo mínimo posible ante lo que pasa por delante de mis ojos. Considero que hacer regalos a los niños, darles caramelos, bolígrafos, los jabones de los hoteles, monedas, o lo que sea, es abocarlos a la mendicidad; es enseñarles que no hace falta ir a la escuela, ni trabajar porque es más fácil conseguirlo pidiendo. Creo que si uno tiene algo que dar, es mejor que lo haga a través de una escuela, de una organización que se encargue de repartirlo de manera más o menos justa, para no crear en los niños la falsa idea de que mendigando se puede vivir cómodamente. Alguien dijo alguna vez “Dale un pez a un hombre y comerá un día. Enséñale a pescar y comerá todos los días.”
Intento también no juzgar con mi occidental y aburguesada mirada su manera de vivir, aunque a veces, en el intento de entender lo que está pasando, aparezca la cruel e injusta figura de la comparación.
Por cierto, que no continué con el relato in situ del viaje, porque había tantas y tantas cosas para ver, porque eran tantas y tan duras las sensaciones que me quedaban al final de la jornada que me veía incapaz de organizarlo en mi cabeza y ponerlo en palabras. Supongo que poco a poco empezaré a darles forma.
Que tengáis un buen día, viajeros.
Entrellat