«Los zapatos están un poco sucios —pensé. Tendría que haberles dado brillo antes de subirme; pero con la esponja no. No, no, con la esponja no, que reseca la piel, que me lo han dicho a mí. Mejor con la crema. Sí, sí, mucho mejor. Y luego una cepillada enérgica. Con fuerza, ahí. ¿Qué hago, bajo? No, no, mejor no. ¿Y si me caigo? No, no. Quita. Quita.»
El señor de los zapatos sin brillo llevaba un rato largo allí de pie, sin decir nada. Estaba agarrado de la barra que sujetaba la barandilla al techo. Siempre había pensado que aquella barra era innecesaria, que el arquitecto la había puesto allí más por ornamento que por otra causa, pero en aquel momento le vio la utilidad. Le ayudaba a permanecer allí, de pie, sin miedo a caer por error. A pesar de que sus intenciones eran claras, no quería caer al vacío por una ráfaga de viento, o por un temblor de rodillas sin que él lo hubiera decidido. Era él el que tenía que escoger el momento exacto para saltar.
La barandilla era muy estrecha. La parte de obra estaba acababa con un gres beige claro, casi blanco que imitaba la piedra y rematado con un tubo de acero brillante. La parte metálica aumentaba la sensación de seguridad desde el balcón, pero una vez subido encima, la hacía menos practicable, menos estable; claro que la barandilla no había sido diseñada para estar de pie encima de ella.
«¡Uf! Me empiezan a doler ya los talones —continué pensando. No hay demasiado espacio para poner los pies. No es demasiado cómodo estar aquí. Dirigí la vista hacia abajo. Una señora me estaba mirando desde la calle, mientras atravesaba el paso de cebra. Me empecé a poner nervioso. No quería que la desconocida empezara a gritar y echara por tierra mi pretensión de lanzarme al vacío. Por su mirada, no supe si tenía miedo de que resbalara, me cayera y me matara o de que le pudiera caer encima de ella. ¿Y si me bajo, limpio los zapatos y luego vuelvo a subir? Creo que sí. Mejor me bajo y ya luego, si eso…»
Se dio la vuelta para bajar, agarrándose cuidadosamente de la barra, pero el pie izquierdo se le había dormido y cuando levantó el derecho para girar, no consiguió sostener el equilibrio y se precipitó al vacío. La mujer empezó a gritar. Se quedó allí parada, en medio de la calle, ajena a los dos coches que esperaban a que ella pasara. Empezaban a pitar, porque sus dueños eran ajenos también a lo que pasaba en las alturas. La mujer tenía los ojos cerrados y en un gesto tan impulsivo como absurdo se había puesto las manos en la cabeza para protegerse. No se había percatado que el señor de los zapatos sucios había conseguido agarrarse del tubo de acero con las dos manos y que permanecía allí colgado.
El propietario del primer coche se bajó, se acercó a la señora y le preguntó si le pasaba algo. La señora señaló hacia el balcón, casi sin atreverse a mirar. Cuando el hombre volvió a preguntar si se encontraba bien, después de haber mirado hacia las alturas sin ver nada, ella miró hacia arriba. El señor de los zapatos sin brillo ya no estaba subido a la barandilla, ni colgando de ella. La señora del paso de cebra miró a su alrededor, intentando buscar a alguien que explicara por ella lo que había pasado, algún otro testigo, pero nadie parecía haber visto nada. Entendió entonces que iba a ser difícil que la creyeran y sin hacer más comentario que un «estoy bien, gracias» se dirigió hacia la acera y continuó camino a casa, medio aturdida. El señor la siguió con la vista y cuando giró la esquina se subió al coche y desapareció calle abajo. Mientras tanto, siete pisos más arriba, en el interior del apartamento, el señor de los zapatos sucios les daba brillo con un paño, enérgicamente.
Los últimos datos oficiales revelan que en 2008 hubo en España 3.457 suicidios, una cifra que por primera vez superó a los fallecidos en accidente de tráfico (3.021). Eso significa una media de nueve suicidios diarios. Llama la atención que de ese total, el 77,4% fueron hombres (2.676), frente al 22,6% de mujeres (781); pero todavía llama más la atención, o por lo menos a mí, que los medios de comunicación y los gobiernos pongan toda su atención en la violencia de género, o en los accidentes de tráfico y ninguna, absolutamente ninguna, en los temas relacionados con el suicidio.
Que tengáis un buen día, viajeros.
Fran