sábado, 6 de marzo de 2010

La barandilla

Julia emitió un gemido pequeño y casi ahogado, mientras sentía que la piel se le erizaba. Los poros de todo su cuerpo se abrieron y por unos segundos, sólo las neuronas que recubrían su vientre, sus labios y sus pechos seguían transmitiendo a su cerebro sensaciones a toda velocidad. Había perdido durante ese lapso la funcionalidad del resto de los sentidos, sobretodo la del oído.
Miró a su marido, que yacía junto a ella con los ojos cerrados y una ligera sonrisa de tranquilidad en los labios. Notaba la suavidad de la seda de las sábanas sobre su cuerpo sudoroso, casi desnudo, especialmente sobre sus pezones durísimos y ligeramente doloridos. Reconocía en la humedad de sus nalgas que hacía tan sólo unos segundos acababa de tener un orgasmo. Como siempre que acababa, y de manera casi mecánica, como un tic, pero muy suavemente, con la mano se acariciaba la entrepierna, como el que acaricia a un cachorro que ha aprendido bien la lección, parecía que premiaba con esas caricias el rápido aprendizaje y el trabajo bien hecho.
Todavía sentía la sutil sordera del orgasmo, pero ya algo más debilitada. Entonces dio un suspiro más grande y le vinieron a la memoria los veranos en la casa de campo de los abuelos, cuando era niña, donde descubrió el sexo, casi por accidente.
La casa familiar estaba situada encima de una colina. Desde el porche se divisaban las tierras de labriego y el camino que las atravesaba, se perdía a lo lejos. Julia se sentaba allí muchas tardes, justo después de comer, mientras los abuelos y el personal que trabajaba habitualmente las tierras aprovechaban las horas de más calor, para dormir una siesta. Esperaba sin hacer demasiado ruido, como le habían advertido sus abuelos, la llegada de sus padres, o la de sus primos, o la de cualquier visita que hiciera menos aburridas aquellas tórridas tardes de verano.
Cuando los hijos gemelos de sus tíos llegaban a la finca, se había acabado el aburrimiento. Nada más aparecían por la puerta Carlos y Roberto, que eran un par de años mayores que Julia, un montón juegos parecían sugerirse de la nada, donde antes no había absolutamente nada que hacer, ahora había un montón de actividades, y a cuál de ellas más sugerente.
Solían jugar al escondite por los cobertizos de la parte trasera y el juego duraba horas porque la casa era grande y había muchos sitios donde esconderse. Otras veces, sencillamente corrían por las tierras segadas, recogiendo saltamontes o cualquier otro animalillo que tuviera la mala suerte de cruzarse en su camino.
En una de esas tardes Roberto, el mayor de los gemelos, entró en la casa, subió por la escalera principal y se deslizó por la barandilla de madera. Carlos esperaba abajo, junto a Julia, y reía mientras veía a su hermano gritar como un cowboy mientras se deslizaba barandilla abajo. Subió corriendo para continuar con el juego que había empezado su hermano y cuando acabó, Julia subió queriendo imitarlos, pero Roberto se lo impidió.
—Tú no, que eres muy pequeña y te puedes hacer daño.
—Pero si ya tengo nueve años. Además soy casi tan alta como vosotros — dijo Julia para justificar su petición.
— Ni hablar, que si te haces daño se nos caerá el pelo—, concluyó Carlos mientras salía hacia el exterior de la casa, proponiendo un nuevo juego.
Al día siguiente, después de comer, cuando sus primos ya se habían marchado, Julia bajó por la escalera para volver a sentarse y mirar desde el porche, sola y aburrida, el largo camino que separaba los sembrados. Pero antes de salir al exterior recordó cómo sus primos se habían divertido el día anterior mientras se deslizaban por la barandilla.
Julia subió la escalera, se colocó en posición, se sujetó fuerte y aflojo lentamente las manos mientras se deslizaba hacia la parte baja. Cuando llegó abajo se quedó un momento pensando en lo que había hecho. Una agradable sensación había recorrido todo su cuerpo, pero no sabía cómo había sucedido, qué la había provocado. Volvió a subir a la parte alta y se volvió a deslizar por la barandilla. Y volvió a sentir la misma sensación que partía de su bajo vientre y como un cosquilleo le recorría toda la espalda.
Durante todo aquel verano estuvo bajando y subiendo por la escalera. Ya no esperaba en el porche la llegada de nadie. Tan sólo esperaba la hora de la siesta, cuando nadie pudiera verla, para poder jugar sola al juego de la barandilla.
Julia seguía con la mano sobre su entrepierna y aunque ya no la acariciaba, sonreía mientras recordaba que tuvieron que pasar dos veranos más para descubrir que no hacía falta la barandilla de la casa de campo de sus abuelos, ni ninguna otra barandilla, para tener aquella sensación de placer. De la misma manera que su marido, a veces, tampoco era necesario. —pensó mientras contemplaba que todavía seguía durmiendo con la misma cara de tranquilidad y ajeno a sus juegos.
© Fran Rueda, febrero de 2010
Que tengáis un feliz día, viajeros.
Foto: Entrada a una casa de campo en Ortigosa de Cameros. Diciembre de 2006.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

El placer, al igual que el dolor, es algo que todos acabamos descubriendo como provocárnoslo.

podi-.

Manel Aljama dijo...

Gracias a tu texto he viajado a esa infancia donde todo son retos y descubrimientos, como el del placer, solitario y en silencio. Momentos y amigos como los que se tienen cuando se está en 9 o 10 años no se vuelven a tener nunca más... dijeron en un film y tenían razón.
Un texto muy bueno, sí señor.

Anhermart dijo...

Me ha gustado mucho ese recorrido mental por los rincones de la infancia,por esa casona llena de recovecos y la manera tan original de descubrir el placer sexual sin sexo opuesto. Una narrativa llevada con elegancia en todo momento.
Saludos cordiales.