lunes, 28 de mayo de 2012

El vuelo de P. Ícaro



Ayer estuve haciendo parapente en Organyà. A parte de una experiencia increible, me traje una historia para contaros:

El vuelo de P. Ícaro


Pedro sonrió mientras miraba la carpetilla donde estaban guardadas su reserva y una tarjeta de la agencia. La chica que lo atendió, después de mostrarle un video con las instrucciones básicas de lo que tenía que hacer, había anotado en la cubierta la inicial de su nombre y su primer apellido: P. ÍCARO.
PÍCARO —leyó él.
Hacía mucho tiempo que nadie le había llamado así. En realidad, recordó, solo lo había hecho su abuelo, mientras le daba un azote, más lleno de cariño que de reprimenda, cada vez que lo pillaba robando las almendras del huerto del vecino.
Subió a la camioneta donde estaban todos los aparejos para el vuelo y se abrochó el cinturón. Aun no se habían subido los otros participantes, ni siquiera el conductor. Pedro miraba insistentemente hacia el maletero de la camioneta que estaba abierto, esperando que los otros compañeros acabaran de poner sus mochilas. En tan solo dos minutos se giró incontables veces, hasta que sus compañeros de vuelo y el propio conductor entendieron que podían seguir la conversación en el coche, que era el momento de iniciar el ascenso a la montaña para que pudieran volar en parapente.
A pesar de que el paisaje durante el ascenso en coche hasta el punto de salida era espectacular, Pedro iba callado en el asiento de atrás de la camioneta. Los otros voladores no dejaban de hablar sobre cómo se imaginaban aquel momento, sobre las indicaciones que la instructora les había explicado en la agencia, sobre cuándo había que salir corriendo, o sobre el momento en el que había que encoger las piernas para sentarse cómodamente y disfrutar del vuelo.
«No nos han dicho nada del aterrizaje»­—apuntó uno con una risa un tanto histérica. «No te preocupes por eso, ahora os lo explicarán todo arriba: el despegue, el aterrizaje y todo lo que necesitáis saber sobre el vuelo»—dijo David, el conductor del cuatro por cuatro, que también resultó ser uno de los pilotos acompañantes del parapente.
 Pedro estaba preparado, con el casco puesto, el arnés y una especie de mochila que durante el vuelo haría las veces de asiento. La vela del parapente estaba estirada en el suelo, a unos metros por detrás de él, como si fuera la sombra que luego proyectaría desde las alturas, las cuerdas también estiradas y el monitor enganchado a él con un arnés, casi como dos siameses. Estaban esperando a que el viento fuera favorable. 
—Un, dos, tres. ¡Corre!—gritó el monitor.
El pellizco en el estómago que hasta ese momento había sentido Pedro, mientras escuchaba las indicaciones de David y esperaba a que el viento les indicara el momento justo de empezar a volar, ahora había desaparecido. En vez de eso sentía una alegría enorme.
Empezó a correr, pero el viento le empujaba hacia atrás, tal y como le habían advertido que pasaría, pero a pesar de eso siguió corriendo hasta que el parapente recogió la corriente de aire y se elevó. Pedro siguió moviéndo las piernas, como corriendo en el aire, hasta que el monitor le dijo que las encogiera. Lo hizo y con un movimiento seco de los pies, el monitor le colocó el asiento para que disfrutara del vuelo y Pedro se sentó cómodamente.
De pequeño había soñado que en el colegio, cuando sonaba el timbre que le obligaba a regresar al aula tras el recreo, bajaba por una pendiente y sin saber cómo, se elevaba unos centímetros del suelo. Pedro miraba a su alrededor, pero nadie lo estaba mirando. Y así estuvo durante unos cuantos días. Pedro se elevaba cada día, pero nadie se daba cuenta de su logro, y eso que cada vez se elevaba unos cuantos centímetros más. Se sentía triste, porque nadie sabía que él podía volar.
Un día se acercó a dos de sus compañeros de clase, que estaban jugando y  se lo contó.
—Puedo volar—dijo casi en voz baja.
— ¿Cómo?— dijo uno de sus compañeros.
—Que me puedo levantar del suelo, un poco—dijo Pedro suavizando su hazaña, porque sabía que no lo iban a creer hasta que lo vieran.
—Estás loco—dijo el otro chaval, mientras le daba un empujón—. Déjanos en paz.
—No os lo creéis, pues ahora veréis—dijo Pedro, mientras se colocaba delante de ellos y se concentraba—.  ¿Qué, ahora también decís que estoy loco?— dijo con una sonrisa de satisfacción, como si lo hubiera logrado, porque en su mente había conseguido levantar el vuelo otra vez, pero en realidad sus pies no se habían movido ni un centímetro del suelo.
 — ¿Te estás riendo de nosotros?— dijo el compañero de Pedro—. Anda, lárgate o te parto la cara.
— ¿No lo habéis visto? A lo mejor es porque estamos en plano. Vamos a la cuestecilla del campo de futbol y ya veréis.
—Tú eres gilipollas—. Dijo el otro, mientras le daba otro empujón que lo tiró al suelo—. Lárgate de aquí o te pegamos una hostia.
Pedro se levantó y se marchó a jugar a otra parte del patio, mientras pensaba que estos niños no lo querían como amigo porque no lo habían visto volar.  ¿Quién no iba querer ser su amigo sabiendo que volaba? ¿Quién no lo iba a querer en esas condiciones?  
    Pedro recordaba ese sueño como si hubiera sido ayer. Miró hacia atrás y vio al monitor que manejaba el parapente y le sonrió con los ojos llenos de lágrimas. Suerte que las gafas oscuras camuflaban su emoción, pensó. Ahora sí que tenía a alguien que le había visto volar. 
— ¿Estás bien?—le preguntó el monitor.
—Sí. Sí, muy bien—dijo Pedro, mientras pensaba en aquellos dos compañeros y en los otros que también se habían reído de él, después. Le hubiera gustado en ese momento pasar por encima de ellos con el parapente y decirles que sí podía volar, que no había sido tan solo un sueño. Pero inmediatamente se giró y vio las montañas a su alrededor y miró hacia abajo y vio el valle a sus pies, y notó el viento en la cara, y se sintió tan feliz como cuando había conseguido volar por primera vez en su sueño. Y pensó que no era necesario que aquellos dos le vieran, que la felicidad estaba dentro de sí mismo y no en la aceptación de los demás. Y siguió disfrutando de su vuelo y de su nueva sensación de libertad.


(A Maria, porque también soñaba con volar; a Emilia, porque voló con nosotros haciendo realidad nuestros sueños, a Manu, porque siempre volamos juntos, y a mi madre, porque me enseñó a volar con los pies en el suelo.)

2 comentarios:

Manel Aljama dijo...

Ya era hora!
Lo he compartido en G+
Lo encuentro muy emotivo, en especial la parte de los compañeros de escuela y muy sugerente en ese consejo (y deseo eterno) de volar (con los pies en el suelo).
Un abrazo!

Alma Mateos Taborda dijo...

Muy bella entrada! La he disfrutado mucho. Un abrazo