domingo, 19 de julio de 2009

Nana sentida

Foto: Los preciosos pies de Triana. Tordesillas, mayo de 2009

Sandra estaba tranquilamente apoyada en el mármol de la cocina, mientras pelaba patatas para hacer una tortilla. El perro salió rápidamente de la cesta donde estaba durmiendo y empezó a ladrar respondiendo al sonido del reloj de cuco del salón, como hacía cada vez que el pájaro salía de su guarida, a las horas en punto. El animal de madera pintada parecía desafiar la inteligencia del perro con su canto mecánico y lo conseguía, porque a pesar de que duraba tan solo unos segundos, el perro seguía ladrando hasta que su dueña lo hacía callar o hasta que se cansaba de mirar hacia el reloj sin obtener respuesta.

Los ladridos del perro despertaron a Aran, que hasta aquel momento dormía tranquilo en su cuna, mientras su madre preparaba la cena. Sandra soltó el cuchillo que tenía entre las manos, tiró la patata a medio pelar a la fregadera y salió corriendo hacia la cuna. Una sonrisa iba apareciendo en su cara mientras oía llorar al bebé, como si aquel llanto fuera la prueba que había estado esperando aquellos últimos meses. No podía creer que el sonido del ladrido del perro hubiera despertado a la criatura.

«Lo sabía, lo sabía», pensaba Sandra mientras corría por el pasillo que llevaba desde la cocina a la habitación donde estaba la cuna de Arán. Aquel recorrido que normalmente hacía en menos de tres segundos, en esta ocasión se hizo eterno hasta llegar al lado del bebé.

Sin embargo, aquel llanto volvió a llenar de ilusión la ya resignada esperanza de que su hijo pudiera disfrutar como ella lo hacía de la música, o del sonido que hacía una gota de agua al caer en un vaso, o de la voz de su madre, o de la risa de los otros niños, o de tantos y tantos sonidos que hay en nuestro día a día y que nos pasan desapercibidos, pero que desde que nació Aran, Sandra tenía más presentes.

Al llegar a la cuna miró al bebé sin cogerlo, tan sólo lo miraba y le hablaba, le decía cosas en un tono muy dulce para tranquilizarlo, pero el bebé seguía llorando y aunque tenía los ojos abiertos, parecía no verla, ni escucharla, parecía que no reaccionaba a sus estímulos.

La sonrisa de Sandra se torció, se sentó en una silla al lado de la cuna cogió la manita de Aran, se la puso en el pecho y empezó a cantarle una nana, la misma que su hermana cantaba a sus sobrinos, la misma que había escuchado tantas y tantas veces de los labios de su madre.

— Vendrá la noche con su polvo de estrellas, vendrá la noche… — cantaba suavemente, mientras caían unas lágrimas de sus ojos.

Sabía que no podía oírla, ni verla, que la sordera y la ceguera congénitas que tenía desde su nacimiento le impedían ver y percibir cualquier sonido, pero también sabía que las vibraciones que su cuerpo emitía al cantarla dibujaban un mapa que Aran era capaz de interpretar a la perfección y que provocaban en él la misma sensación de tranquilidad que habían provocado en ella y en su hermana cuando habían sido niñas. Y consiguió así que se quedara dormido, como todos los días.

Que tengáis un buen día, viajeros.

Entrellat

1 comentario:

Manel Aljama dijo...

Muy bueno. Veo que tus textos van ganando por la parte literaria. Bien estructurado y final digno de un cuento.
Estoy seguro provocarás seguramente empatía en muchos o muchas (je je je) de los lectores o lectoras (je je je). Esto además es un principio de envidia...
La ilustración que has elegido también es acertada, aunque me ha recordado a aquellos reportajes NO-DO en los que siempre salía una colegiata "nosequé"-Mayor y un retablo de Berruguete... y alguna que otra imagen de santo.