viernes, 2 de noviembre de 2007

Las flores que prefiero

Foto: Tumbas del cementerio de Père-Lachaise. París, junio de 2007
Tenía ganas de que aquello acabara pronto. Me sentía triste, pero sobre todo tenía ganas de llegar a casa y perder a toda aquella gente de vista. Aunque sabía que la mayoría de ellos estaba allí por mí, o por mis hermanos, o por mi padre, que también era muy conocido, no me sentía bien, estaba como en una nube, como en una película a la que le hubieran cambiado el sonido por música, sólo que mi música era triste o más exactamente desganada.
Mientras me subía al coche, me sentía la persona más egoísta del mundo por haber tenido ganas de marcharme tan rápido del entierro de mi padre. Me fui dando un beso muy poco efusivo a mis dos hermanos y a una amiga que había hecho cuatrocientos kilómetros expresamente para venir al entierro y al resto les lancé una medio sonrisa de compromiso, que después preferí no haber hecho.
Subí al coche sin hablar con Jorge. El agua caía por la ventana, había empezado a llover hacía unos minutos. Parecía que la lluvia me hacía compañía, que lloraba conmigo no sé qué pérdida. Durante el camino, ninguno de los dos habló.
Jorge empezó a aparcar el coche a tres manzanas de casa. Acostumbraba a hacerlo así cuando llegábamos a altas horas de la noche, ya que el aparcamiento por la calle donde vivíamos hacía tiempo que había dejado de ser una tarea fácil, aún así, ni siquiera lo intentó, a pesar de que a esas horas sí que acostumbrara a haber algún que otro sitio. Mejor – pensé - así andaremos hasta casa.
El aire y el olor a tierra mojada me reconfortaron un poco. Ya había salido el sol otra vez. Yo había dejado de llorar, haciendo caso al sol, como si me hubiera pedido una sonrisa.
Salía con Jorge desde hacía cinco años, y desde entonces nos habíamos ganado ininterrumpidamente el título de pareja ideal durante las últimas cinco cenas de verano, que acostumbrábamos a hacer con nuestros amigos, el último sábado antes de las vacaciones.
Hace tres años que dejé mi trabajo en la carpintería en la que trabajaba desde los quince años, para ayudar a Jorge en su empresa de restauración de paisajes. Al principio tuve mis dudas para dejar un contrato fijo y empezar una nueva etapa, a la que temía por lo incierto y porque creía que perjudicaría nuestra relación. No sé cuándo dejé de tener ese miedo, o esas dudas, supongo que al mismo tiempo en qué empecé a sentirme a gusto sembrando pinos en las laderas de los montes quemados, creando espacios públicos nuevos, o diseñando jardines para nuevos ricos.
La empresa empezó a sufrir una crisis, al mismo tiempo en qué Jorge y yo empezamos a distanciarnos, ¿o fue a partir de la crisis cuándo Jorge dejó de mirarme de la misma manera que lo hacía antes? El caso es que la entrada de nuevos empleados en la empresa para cubrir un macro proyecto empresarial, que Jorge había conveniado con otra empresa del ramo, supuso una mayor dedicación de tiempo a la empresa por su parte. Fue entonces cuando empezó a dejarme de lado. No había sido consciente de ello hasta hace seis meses, cuando un día en el que yo llegué pronto a casa y preparé cena para los dos, él llegó tarde, tardísimo. Allí estaba yo, esperándolo para cenar, con la mesa puesta y entonces me dijo que ya había cenado, con dos de los empleados, para acabar de ultimar un trabajo para el día siguiente.
- ¿Y el teléfono? – le pregunté, intentando no parecer triste. Intentando que las lágrimas no cayeran por mis mejillas, ya que hacía rato que rondaban por mis ojos.
- ¿Qué le pasa al teléfono? – dijo sin saber a lo que me refería exactamente.
- Nada, que podías haber llamado para decir que no vendrías a cenar – dije esta vez con más rabia que pena.
Ni si quiera respondió, dejó la chaqueta en una silla del salón, con mucho cuidado, estirando las mangas, para que no se arrugaran, y se fue al baño. Se dio una ducha rápida y se metió en la cama, y me dejó con la comida en la mesa y con dos palmos de narices. Me senté, cené cuatro cosas de las que había preparado y me metí en la cama con él, o mejor dicho sin él, porque ya hacía rato que dormía.
En el coche, mientras volvía del entierro de mi padre, me di cuenta de que la muerte no avisa, que forma parte inexorablemente de la vida; pero además me di cuenta también que hacía seis meses, algo más había muerto en mi vida. En aquel momento tuve la seguridad que Jorge ya nunca más me traería las flores que prefiero.
Feliz día, viajeros.
Entrellat
PS: Este cuento, lo estuve preparado para subirlo ayer, el día de difuntos, pero no me dio tiempo, y aunque sea tarde, he pensado que valía la pena ponerlo. Espero que os guste.

No hay comentarios: