martes, 22 de julio de 2008

Delfines en mi velero: Abber I

Foto: Calle principal de Pinar del Río. Cuba, julio de 2001
Abber se acercó a nosotros nada más entrar en la ciudad. Apareció con su bicicleta, acompañado de unos niños de diferentes edades. Parecían delfines nadando alrededor de nuestra embarcación, como dándonos la bienvenida. Eme y yo íbamos acompañados de cuatro personas más, en un Athos de color azul: tres murcianas que habíamos conocido en el hotel, con las que decidimos alquilar el coche para recorrer la isla, y un italiano que se habían encontrado ellas en una fiesta gay, pero que no era gay, según él. Por supuesto que no, nunca lo son. En las fiestas gays lo más normal es que todos los tíos sean sociólogos y que estén allí haciendo encuestas.
El chico seguía pedaleando al lado de nuestro coche. Como el calor nos obligaba a tener las ventanillas bajadas, no era difícil mantener una conversación con él. Mientras pedaleaba, nos preguntó qué tal estábamos, y si buscábamos sitio para comer; y como se acercaba la hora y las estrecheces del Athos nos empezaban a pasar factura, dijimos que sí.
Abber era un chico pelirrojo, de ojos verdes, no tendría más de 17 o 18 años, pero tenía picardía y desparpajo para parar un carro. Nos llevó a un paladar, esos restaurantes familiares que el régimen de Fidel había permitido como únicos negocios privados de los cubanos. El sitio al que nos llevó no reunía las mínimas condiciones sanitarias, así que salimos rápido de allí. El chaval, que se esperaba en la puerta, entendió deprisa que no pasaba nuestras exigencias en cuanto a higiene. Nos dijo que sabía lo que queríamos, que nos llevaría al restaurante de su tía. Aunque todavía dudo que la señora que nos atendió fuera su tía, sobre todo por haber escogido ese paladar como segunda opción, salimos con la sensación de haber degustado una sabrosa comida cubana y en un buen sitio.
Tal y como nos había dicho, nos estaba esperando a la salida. Nos preguntó qué queríamos hacer, y ante nuestras dudas, nos sugirió enseguida la visita a una plantación de tabaco, donde podíamos ver como elaboraban unos de los mejores habanos de toda la isla: los Vega Robaina. Preguntamos si estaba cerca y nos dijo que no mucho, pero que dejaba la bicicleta en su casa y venía con nosotros en el coche. Le dijimos que no cabía nadie más, que ya íbamos seis personas en un diminuto coche para cinco. Por supuesto su visión del espacio era diferente, lo que para nosotros era un diminuto maletero, para él era un preciadísimo asiento auxiliar. Su necesidad de supervivencia le hacía más atrevido y mucho más ingenioso.
- Ya yo voy en el cofre - dijo.
- ¿Seguro? – dijimos nosotros un poco sorprendidos y marcados por nuestras limitaciones y cómodas costumbres europeas.
- Claro que si, ustedes no se preocupen, no está demasiado lejos. En quince o veinte minutos llegamos.
Y así le acompañamos a su casa, dejamos la bicicleta y emprendimos camino a la plantación. Pero lo divertido del trayecto, y cómo lo que iba a ser una simple visita a una plantación de tabaco se convirtió en una deliciosa noche, lo dejo para la próxima actualización.
Que tengáis un feliz día, viajeros.
Entrellat

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