martes, 29 de julio de 2008

Delfines en mi velero: Abber II

Foto: Transporte de trabajadores, camino de la plantación. Cuba, julio de 2001
(Viene de la actualización anterior)
Abber dejó la bicicleta en el porche, entró en su casa y al cabo de unos minutos salió con una cinta para casete, y se subió al maletero del coche, al cofre como decía él. Pusimos la cinta en el reproductor y empezó a sonar la música de Carlos Manuel y su clan, que nos acompañaría durante todo el viaje.
Durante el trayecto, algo más largo de lo que había dicho al principio, Abber iba cantando las canciones del casete. Las volvíamos a poner una y otra vez, porque al chaval le gustaban mucho, y porque no teníamos ninguna más, todo hay que decirlo. Al final todos acabamos cantando casi a la perfección “Agua fría”.
-¿Y cómo decías que te llamabas? - le pregunté
-Abber
-¿Es un nombre cubano? ¿Es bastante corriente? – insistí curioso por saber algo más sobre el chaval.
-Noooo, Abber, de Abberto – dijo con su mejor acento cubano.
¡Alber, de Alberto! Me quería morir de la vergüenza, por haber sido tan tonto y no caer en semejante obviedad. Luego durante el resto del viaje, cuando ya no estaba con nosotros, seguimos haciendo broma sobre mi metedura de pata.
A pesar de eso, Abber tenía una facilidad muy grande para imitar los acentos, y mientras nosotros intentábamos imitar a unos pijos mexicanos de Veracruz que compartían hotel con nosotros, él empezó a imitar también el acento mexicano, e incluso a imitarnos a nosotros mismos. Nunca había pensado que yo tenía acento alguno; pensaba que tenía acento neutro, que era difícil saber de donde era cuando hablaba en castellano, pero no. Al final acabamos reventándonos de risa y hablando todos en “mexicano”.
Hablaba muy bien francés, y siempre que venía algún turista de ese país a la ciudad, nos comentó que solía hacer de guía improvisado. Su acento era bastante bueno. Explicaba cosas de París con la misma ilusión con que imagino Marco Polo debía explicar sus viajes a la China, sólo que él nunca había estado allí. Nos explicó que su gran ilusión era viajar a París, y esperaba visitar Europa cuando pudiera salir del país.
Nos había informado que por la visita a la plantación, con la entrada incluida, nos cobraría una cantidad que no recuerdo, pero que nos pareció irrisoria, y en esa entrada ya estaba incluida su comisión.
Tenía pendiente de hacer algo parecido al servicio militar, y con toda la naturalidad del mundo, nos explicó que estaba ahorrando con lo que conseguía como guía, para “comprar” un certificado médico que le permitiera quedar exento por incapacidad. Esa es una de las “ventajas” del “sociolismo”, que todo se puede comprar. Aquí creo que también, sólo que el precio es un poco más caro.
En la visita a la plantación nos llevaron a los invernaderos, a los secaderos, y a los liaderos, donde nos hicieron una demostración de cómo liaban el tabaco. Nos preguntaron si alguno de nosotros fumaba, y claro yo, que hacía poco que había dejado de fumar cigarrillos, dije que sí, pero que lo estaba dejando. Parece ser que la pregunta era si alguien fumaba puros, pero yo con mi ignorancia y por no ser descortés, no quise desmentirlo. Ya me había pasado alguna vez con otras cosas. Una vez me preguntaron si fumaba, y yo dije también que sí, por su puesto refiriéndome a cigarrillos otra vez, pero no me había dado cuenta que la otra persona me alargaba con la mano un porrete, a la vez que hacía la pregunta, así que después de haber dicho que sí, me vi incapaz de negarlo, y ya me tienes fumando costo por primera vez, como el que no quiere la cosa. ¡Santa inocencia!
En este caso, mi mentirijilla tuvo premio, pues me llevaron a la casa del señor Robaina y a parte de hablar un rato con él, me regalaron un par de puritos. El abuelo Robaina, que parecía tener más de 80 años, a pesar de su avanzada edad, seguía dirigiendo para el régimen castrista lo que antes habían sido sus plantaciones de tabaco y las de sus antepasados. Lo que a otros cubanos el régimen hubiera expropiado sin ningún tipo de miramiento, al señor Robaina, se le permitía seguir “dirigiendo” para el régimen; obteniendo así algunos beneficios extras, como las entradas que cobraban por las visitas y la venta de cigarrillos bajo manga a los turistas. Otro ejemplo de las ventajas del “sociolismo”.
Salimos de la plantación con la sensación de haber visto algo diferente, de haber podido charlar con alguien a quien los turistas no tenían acceso. Abber nos preguntó qué queríamos hacer. Alguien del grupo dijo si sabía de algún sitio para tomar algo, y al resto nos pareció una magnífica idea.
Abber, que empezaba a sentirse muy a gusto con nosotros, nos llevó a un bar de copas muy especial, dentro de una cueva; pero lo que allí pasó y cómo Abber se convirtió en uno más del grupo, lo contaré en la próxima actualización.
Que tengáis un feliz día, viajeros.
Entrellat

No hay comentarios: