lunes, 24 de septiembre de 2007

Allí donde la vida te lleve (y III)

Foto: La fábrica de Anabel, ahora transformada en una zona residencial y de ocio. Terrassa, mayo de 2007
(Viene de la foto del día 19-09-2007)
Poco a poco Anabel se fue enamorando de Johny, -así le llamaban sus amigos- su andaluz de ojos azules, pelo rizado y mirada socarrona. Cambiaron sus tardes de baile por paseos, disfrutando de momentos tranquilos por la ciudad, a veces sentados en un banco de alguno de los pocos parques que entonces había, otras disfrutando del sol de las tardes de domingo, o de alguna que otra tarde entre semana, pero siempre, antes que oscureciera, Johny la acompañaba a casa. El invierno era un suplicio, ya que los días tan cortos y el frío no permitían muchas de las diversiones a las que se habían acostumbrado; así que cambiaron los paseos por tardes de cine, y de refrescos en algún bar.
Quico, el padre de Anabel, ya había coincidido en la puerta de su casa con el chico andaluz, y sin tener motivo alguno, le dijo a Anabel que no le gustaba, que aquel chico no era bueno para ella; y le prohibió que lo volviera a ver nunca más.
No se si el creciente amor que sentían el uno por el otro, o tal vez la prohibición, hizo que sus citas fueran cada vez más frecuentes. Anabel tuvo que recurrir a la mentira, diciendo que salía con amigas a pasear, para poder verlo. Poco a poco, como a la mayoría de los enamorados, ya no les bastaba con los paseos por el parque, o con las tardes de refrescos, ni con sentarse en las filas de atrás de los cines, querían dar un paso adelante.
Un día, de regreso a casa, Quico los sorprendió sentados en un escalón. No les dijo nada, sólo hizo una mirada a Anabel, que hubiera sido capaz de fundir un trozo de acero. Sin retrasarlo mucho, Anabel volvió a casa, sabiendo que le iba a caer una buena bronca. Y así fue. No sólo le prohibió que lo viera, si no que le prohibió también que saliera de casa, a no ser que fuera para ir al trabajo.
Había llegado el momento de tomar una decisión. Lo estuvieron pensando, y por supuesto, ir a pedir la mano de Anabel, no era una salida que Johny pudiera barajar; así que Johny le ofreció la posibilidad de ir a vivir a casa de sus padres, en una casa de campo a las afueras de la ciudad. Después de pensarlo mucho, y sin otra solución aparente, Anabel aprovechó la salida de sus padres y sus hermanos al cine, un domingo por la tarde, en el que actuaba Emilio el Moro, un humorista que estaba muy de moda entonces, para fugarse.
Anabel cogió sus cosas, las pocas que pudo llevarse, y emprendió camino hacia una nueva vida. Quico, nunca le perdonó esa "traición", y le prohibió acercase a su casa, ni siquiera para visitar a sus hermanos y a su madre.
Pasaron un par de años y Anabel tuvo una preciosa niña, hermosa como los ángeles, y eso la hizo sentirse muy feliz, pero en su interior no dejaba de pensar en su familia, en su madre, en sus hermanos, y en su padre, a los que hacía tiempo que no veía. Aunque a su madre y a sus hermanos los había visto en alguna ocasión, a escondidas, pero su padre había dejado muy clara su postura.
En ese tiempo Quico había entrado ya en un hospital, aquejado de una grabe enfermedad, cáncer de estómago. Anabel aprovechó la ocasión para ir a visitarlo, con la excusa de presentarle a su nieta. Pensó que tal vez no la perdonara, pero que con la niña, olvidaría y la relación se relajaría un poco y tal vez pudieran recuperar lo que tenían antes.
Anabel entró en la habitación del hospital. Su temor era tan grande como las ganas de recuperar a su familia. Hola, papa - le dijo Anabel - he venido para que conozcas a tu nieta, y se la dejó en los brazos. Quico estaba sentado en una butaca. Se levantó, e hizo el amago de abrir la ventana, como para tirar a la niña. Anabel, le arrebató a la criatura y salió corriendo y llorando del hospital. Por supuesto que Quico no hubiera arrojado a la niña por la ventana, pero aquella fue la manera de decirle que nunca la perdonaría. No hicieron falta palabras.
Nunca más volvieron a hablar. Al cabo de muy poco tiempo, Quico murió. Y Anabel fue al entierro, acompañada de su andaluz de ojos azules y de su angelito. Al cabo de un año nació su segundo hijo, y le llamó Francisco.
Anabel siguió su vida, tiene hoy más de sesenta años, y es una madre y una abuela ejemplar, moderna, sensible, respetuosa, y llena de cariño para con los suyos. Aun así, sigue arrastrando aquel dolor de no saberse perdonada por su padre.
Feliz día, viajeros
Entrellat
PS: Esta historia es completamente real, algunos de los nombres están cambiados por respeto. La he escrito porque quería hablar de esa situación en la que se queda uno cuando tiene temas pendientes de solucionar. A mi me pasó algo parecido con mi padre, él murió mientras nuestra relación se había deteriorado tanto que ya no nos veíamos. Fui a su entierro, con rabia, porque no sabía lo que sentía por él. Y lloré, como no había llorado nunca en mi vida. No se si por que se había muerto mi padre, o porque con esa muerte ya no podría recuperar lo perdido, ya nunca podría solucionar mis temas pendientes con él. Con el tiempo he aprendido a no juzgarle, a no juzgarme a mí mismo, y a pensar que la vida es así, y que muchas veces no somos culpables de nuestros sentimientos, de nuestros valores, y que tal vez él no sabía actuar de otra manera. Y desde que he aprendido eso, me siento más tranquilo, más en paz conmigo mismo. Gracias por vuestra paciencia.

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