jueves, 26 de julio de 2007

La chica del acordeón

Foto: Artista callejera en Montmartre. París, mayo de 2007

Diría que no entiendo de instrumentos, si no fuera porque alguien le va a sacar el doble sentido a la frase; así que diré que no se qué tipo de instrumento era el que tocaba la chica de Montmartre. ¿Era un acordeón diatónico, un acordeón cromático, un bandoneón…? No lo sé. El caso es que llamó mi atención, y no puede resistirme a hacerle una foto, a quedarme a escuchar su música y como hago siempre, a ponerme a imaginar su vida. No fue la música lo que llamó mi atención, la verdad, no tocaba demasiado bien, ni siquiera su indumentaria, que era no demasiado escandalosa, al contrario, más bien apropiada para el personaje que vestía la chica. Creo que me llamó la atención el contraste entre un instrumento como ese, tan viejo y una chica tan joven. Siempre he asociado este tipo de instrumentos a una persona mayor, casi anciana, que se gana la vida por las terrazas de las tabernas y los bares, mendigando una propina para sobrevivir.

Llamémosla Sara, me parece irrespetuoso llamarla todo el tiempo “la chica”. Pues bien, no creo que Sara sea una estudiante de acordeón que se gana la vida tocando su instrumento, y aquí tampoco va con segundas, para pagar su piso de estudiante en París. Sara debía ser una estudiante de cualquier otra cosa, pongamos de pintura. No, seguramente no, si fuera así se hubiera dedicado a hacer retratos al carboncillo para sacarse unos euros. Entonces de interpretación. No me convence demasiado, pero bueno, vale. ¿Y cómo es que Sara, una estudiante de interpretación sabe tocar el acordeón? A lo mejor su padre le tocaba el instrumento (musical, mal pensados) de pequeña y ella, en esos ratos fue aprendiendo. Aunque hay que decir que no le ponía mucho interés, pero ahora que estaba en París, sin otro medio de ganarse la vida, valoraba aquellos momentos. Bueno, pues con estos datos rehagamos la historia.

Volvía de Montmartre por una callejuela empinada, de bajada hacia la parada de metro. Allí estaba Sara, una estudiante de interpretación joven, disfrazada con un gorrito con un pompón negro, tocando el acordeón. Le gustaba ponerse el gorro que encontró en una tienda de saldos, porque así pensaba que actuaba, que tenía un personaje tras el cual esconder su vergüenza. No era muy buena, y ella lo sabía, pero conocía de memoria unas cuantas canciones que su padre le había enseñado y con eso tenía suficiente para ir tirando. Cuando acababa el repertorio de canciones, volvía a empezar, ningún turista se quedaba el suficiente tiempo para escuchar todas sus canciones, así que si las repetía, nadie se iba a dar cuenta. Con lo que sacaba, a penas le daba para pagar su habitación en un piso cercano a la escuela de interpretación, pero sus padres la ayudaban enviándole algo de dinero. Al principio empezó a hacer algo parecido a performances, happenings, actions o fluxus events, con un par de compañeros de clase, pero las diferencias en la parte creativa hicieron que cada uno fuera por su lado. Luego intentó hacer algo parecido ella sola, pero nada de lo que hacía le parecía bien. No se sentía a gusto, así que recurrió, como hacía en sus momentos soledad al viejo acordeón de su padre. Parecía que aquello le iba mejor, no tenia que esforzarse demasiado, y podía hacerlo en los ratos libres que le dejaban las clases. Le eché una moneda en una cajita que tenía para recoger las propinas y seguí bajando. Un par de calles más abajo, encontré un restaurante con una fachada roja que se llamaba Chez Marie. Lo que allí pasó, ya es otra historia, que además ya os he contado en otra ocasión.

Feliz día, viajeros.

Entrellat

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