miércoles, 11 de julio de 2007

Las cenizas de Ángel

“Sin dudar he vuelto a fumar” - digo modificando una frase de una canción de Alaska. Ayer mientras fumaba un cigarrillo en el salón de mi nuevísimo y diminuto piso, mientras miraba el humo y las cenizas del cigarrillo, me acordé como había llegado hasta aquí.
Hace dos años, un viernes mientras trabajaba, me llamaron a la oficina. Era del Departamento de bomberos. Mi casa se estaba quemando. Salí corriendo, sin ni siquiera decir nada a mi jefe; tan sólo le di al botón de guardar, y al de apagar el ordenador, no tenía fuerzas para recoger todo lo que había sobre la mesa. Durante el camino, mientras conducía, empecé a pensar y a llorar, ni siquiera pensé que mi casa, mi hogar, se estaba consumiendo por las llamas, sólo pensé en Nikon, mi perro. Le puse ese nombre porque me lo encontré en la calle, mientras hacía un reportaje de fotos. Cuando llegué a casa, todo se había convertido en cenizas. Un bombero me paró mientras me acercaba a la casa y me dijo que no pasara, que no era seguro. Yo le pregunté por mi perro y me dijo que no sabía nada de ningún perro. En ese momento, y como solía hacer cada vez que llegaba a casa, Nikon se subió por detrás a mis espaldas, rascándome con las dos patas, mientras movía el rabo. Me agaché y lo abracé mientras volvía a llorar. Como si supiera lo que estaba pasando, Nikon me lamía las lágrimas y no dejaba de gemir. Con Nikon en mis brazos, volví a mirar mi casa, bueno, lo que quedaba de ella, una parte de las cuatro paredes principales, hasta el tejado había sucumbido a las llamas.
Antes de que me dejaran acercarme un poco, estuve cuatro horas de pie, mirando como el humo y las cenizas se adueñaban de mi casa. La casita que había sido de mi abuela, y que hace unos años había comprado a mis tíos, estaba ahora como si hubiera habido un bombardeo, de los que estamos acostumbrados a ver por televisión y que nos afectan bien poco. Mientras me acercaba empecé a pensar que todo, absolutamente todo lo que tenía, había desaparecido entre las llamas: mi ropa, mis muebles, mis papeles, todos mis documentos, incluida la póliza que cubría los daños ocasionados por el incendio, mis fotos, y todos y cada uno de los regalos que había ido recibiendo durante todo este tiempo. Pensé también en una cortina de ganchillo que había hecho mi abuela, en sus largas tardes de verano, sentada en el porche de la casa, mientras yo hacía los deberes que me habían puesto por no haber sido buen estudiante. A veces ella hacía la vista gorda y me dejaba jugar con mis juguetes. Me gustaba amontonar los coches en fila como si hubiera caravana. No dejaba espacio entre coche y coche. No sé, cosas de niños... La cortina no era bonita, llevaba una enorme osa a dos patas con dos oseznos bajo ella, como si los estuviera defendiendo de algo malo, pero tenía algo especial, al menos para mí. Por eso, cuando redecoré la casa, la conservé. La cambié de sitio, la puse en el estudio, donde acostumbraba a hacer el trabajo que me llevaba de la oficina. Cuando estaba cansado, triste, o cuando sencillamente me dolían los ojos de estar delante del ordenador, miraba la cortina y sonreía, y me sentía seguro como aquellos oseznos, en mi pequeña casa. También conservé un cuadro con una foto de mi abuelo Ángel, por el cual llevo yo también ese nombre. El cuadro tenía un marco muy grueso, como desproporcionado, luego me enteré que tras ese cuadro-urna estaban las cenizas de mi abuelo. Mi abuela las quiso conservar en casa, y a veces le hablaba al cuadro y yo hacía como que no me daba cuenta…
Por supuesto el seguro se hizo cargo de casi todo, de la casa, de la reposición de los documentos, de mi ropa, pero ¿dónde fueron las cortinas de ganchillo, dónde los regalos, dónde mis fotos, y sobre todo, dónde fueron las cenizas de Ángel, mi abuelo? Por suerte los recuerdos, los sentimientos, y todo el cariño que recibí en esa casa, no se convirtieron en cenizas. Todas esas cosas no arden.
Feliz día, viajeros.
Entrellat
PD: Gràcies Sion per les “cendres”

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