jueves, 23 de septiembre de 2010

Primeros días de otoño

Ha llegado el otoño, avisan los diarios, pero los árboles­ -que no saben de calendarios- miran al sol que aparta las nubes y se empeña en seguir viniendo; los árboles con las hojas que todavía están en sus copas siguen protegiendo con su sombra al suelo y a la gente que se cobija bajo ellos. Más adelante, cuando el frio haya llegado y se fije dolorosamente en las cortezas de los troncos, como apretándolos, las dejarán caer para tapar el suelo, para protegerlo con una capa fina y frágil de hojas muertas, como si de una manta se tratara. Pero a pesar de que los árboles insistan en dejarlas caer, el viento y los hombres-jardineros se empecinarán en retirarlas, en dejar el suelo desprotegido, sin tener en cuenta lo que desde siempre han pactado los árboles y el suelo. Durante el buen tiempo los árboles tomarán de éste su alimento y cuando el frio empiece a dejarse caer lo protegerán con su manta de hojas, y cuando los primeros rayos de sol vuelvan a insistir, el suelo dejará que las hojas que se han ido pudriendo encima de él le penetren para servir a los árboles de alimento, otra vez. Ese es el pacto que los hombres y el viento han roto sin saberlo. Pero el suelo, sin embargo se conforma con las raíces de los árboles que lo retienen en un abrazo incesante, y se conforma también a pesar de que los árboles, por culpa del viento y de los hombres no hayan cumplido con su parte del pacto, a pesar del desgaste constante. Se conforma, pero no entiende por qué los hombres en un trabajo inútil le quitan las hojas en otoño y cuando vuelve a hacer buen tiempo, le regalan con nutrientes hechos a base de hojas muertas de otros árboles.

Que tengáis un buen día viajeros.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Premios Darwin

Foto: El cura de los globos iniciando el “viaje”

(fuente: internet)

“Hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana y de la primera no estoy seguro”.
Así sentenciaba Albert Einstein la enorme capacidad del ser humano de cometer estupideces; pero a pesar de establecer una relación tan clara entre la estupidez y la raza humana, fue Charles Darwin quien en 1985 sirvió para dar nombre a estos curiosísimos premios, los Darwin Awards.
Los premios en forma irónica, se basan en la teoría que la humanidad mejora genéticamente cuando algunas personas sufren accidentes, muertes o esterilizaciones, ocasionados por la estupidez humana, o como ellos dicen “por un error absurdo”.
Destacable es uno de los premios de 2008, el del cura de los globos. Un sacerdote brasileño, que para recaudar fondos para una buena acción, se atavió con 1000 globos de los de fiestas infantiles, llenos de helio y empezó a surcar los aires. El cura desapareció y nunca más se supo de él. Días más tarde se encontraron restos de globos en alta mar y algunos por la playa. Seguramente se fue a visitar a su jefe.
Otro de mis favoritos es el llamado "The Enema Within", según la cual un hombre murió por intoxicación etílica después de haberse introducido dos botellas de 1.5 litros de jerez por vía anal. Creo que este hombre entendió mal lo de “ponerse hasta el culo de alcohol”.
Que tengáis un feliz día, viajeros.

domingo, 27 de junio de 2010

Un día de playa

Foto: Mi hermana y yo bañándonos en un rio, la Riereta, cuando todavía era posible hacerlo. Alrededor de 1970
—Todavía no, un rato más—intentaba decir desde la cama, pero en lugar de eso tan sólo era capaz de emitir un sonido prolongado, casi lastimoso, entre gruñido y quejido.
Levantarse a las cinco y media de la mañana hubiera sido terrible para un niño de seis años, si aquel madrugón no hubiera tenido como contraprestación lo que vendría después.
No entendía por qué había que levantarse tan pronto para ir a la playa.
«Si todavía es de noche» —pensaba mientras me quedaba unos segundos sentado en el borde de la cama, como atontado. Miraba al infinito, situado en la pared de enfrente, pintada de color verde, mitad de pintura de aceite, para evitar que se manchara con las manos sucias de mi hermana y mías, mitad de pintura plástica. Tal vez sí que pronunciaba aquellas palabras, pero eran tan ininteligibles que parecían un pensamiento.
Mis padres llevaban ya rato levantados, preparando todo lo necesario para que la jornada fuera lo más cómoda posible. En unas cestas tejidas con fibra de nylon, mi madre metía los platos, los vasos, los cubiertos y el resto de utensilios que íbamos a necesitar durante el día, y lo más importante: el menú, que casi siempre consistía en tortilla de patatas con cebolla de primero, y pollo con tomate frito de segundo. Un menú que aguantaba muy bien el calor y los inconvenientes que tiene el comer al aire libre, pues en el chiringuito —al que entonces llamábamos merendero— en el que alquilábamos una mesa con dos bancos de madera, no había dónde calentar la comida. Era a principios de los setenta y a pesar que el microondas ya estaba inventado, todavía no era de uso común en los hogares, y mucho menos en los chiringuitos de playa.
Aunque a veces estaba cocinando cuando me levantaba, mi madre casi siempre preparaba la comida el día anterior. A esas horas de la mañana, sólo se dedicaba a colocarla en fiambreras de plástico —lo que ahora llamaríamos tapers— para que aguantara lo mejor posible el trasporte. También preparaba la nevera con los refrescos recubiertos de hielo, que garantizaba el frescor hasta por lo menos la hora de la comida. A veces en la nevera había una botella de plástico llena de agua que mi madre había metido en el congelador el día anterior. Esa botella tenía doble función, pues con el hielo que se había formado en el interior las bebidas que la acompañaban se mantenían frescas y, cuando el contenido de la botella se había empezado a descongelar, teníamos agua fresca para el resto del día. Otras tareas importantes de las que también se encargaba sólo mi madre antes de salir de casa eran las de preparar las bolsas con las toallas y el flotador, hacer las camas, recoger el pequeño piso, y prepararnos la ropa que teníamos que ponernos mi hermana y yo.
Mi padre, mientras tanto, se asignaba como única tarea la de dar paseos por la casa, nervioso como un león enjaulado. Como mucho se dedicaba a mover de un sitio a otro las bolsas que mi madre iba dejando preparadas.
—Ya verás como llegamos tarde. Verás como perdemos el autocar— replicaba mi padre automáticamente, respondiera lo que respondiera mi madre a sus insistentes preguntas sobre la hora qué era.
Mi atontamiento duraba poco, enseguida dejaba paso a una actividad frenética y llena de ilusión. La energía aparecía de la nada en cuanto recordaba para qué nos levantábamos a esa hora. Me quitaba el pijama rapidísimamente y me enfundaba el bañador, y a continuación los pantalones cortos y la camiseta, y para terminar las sandalias de goma de color carne, que había dejado mi madre al lado de la ropa. Odiaba aquellas sandalias porque siempre acababan haciéndome rozaduras en la parte del empeine, donde la hebilla rozaba con la piel, pero a pesar de eso me las ponía con gusto, porque las asociaba a las alegrías que vendrían después. Mientras tanto mi hermana también hacía lo propio con su bañador, su vestido corto y unas chanclas de goma azul. Yo envidiaba aquellas chanclas, me gustaba el ruido que hacía mi hermana cuando caminaba y las chancletas le golpeaban el talón: cla, cla, cla. Pero aquel ruido y ese tipo de calzado estaban destinados sólo a las niñas. Para nosotros los niños, estaban reservadas las horribles cangrejeras de color beige.
Cuando llegábamos a la playa, el autocar nos dejaba cerca de un merendero. Acarreábamos los bártulos hasta allí, colocábamos las bolsas con la comida y la nevera encima de la mesa que nos habían asignado y lo cubríamos todo con un hule que hacía doble función, la de cubrir y proteger nuestras bolsas llenas de comida y la propia de un hule, la de hacer de mantel cuando llegaba la hora de comer. Nadie temía que nos robaran la comida, o que se llevaran la nevera llena de bebidas.
Reservábamos la mesa para que a la hora de la comida no nos encontráramos con la sorpresa de que estuviera todo ocupado. Esos momentos, que en realidad duraban tan sólo unos minutos, se me hacían eternos, porque las ganas de llegar a la arena habían esperado ya demasiado. Quería volver a sentir el frio inicial que atraviesa el cuerpo desde la planta de los pies hasta el cogote, recorriendo la espalda al pisar la arena húmeda a primera hora de la mañana, y volver a tener la piel de gallina durante unos segundos, y aquel olor a sal, que incluso cuando lo siento ahora, en la actualidad, me devuelve a aquellos momentos.
Me pasaba todo el día jugando y riendo con mi hermana, entrando y saliendo del agua, haciendo castillos, jugando con la arena y revolcándome, y cuando estaban a punto de cerrar la playa, o eso nos decía mi madre para que nos marcháramos sin replicar a la hora que habían acordado con el conductor del autocar, nos volvíamos a poner la ropa con el bañador todavía mojado. Casi siempre acabábamos con los talones y el bañador llenos de chapapote —al que nosotros llamábamos alquitrán—. No sabíamos siquiera que venía de la limpieza de los barcos petroleros que veíamos pasar por el horizonte. Luego, al llegar a casa, mi madre nos lo limpiaba con un trapo viejo empapado en aceite, y no pasaba nada.
Habíamos Jugado durante horas al sol, y qué más daba si al día siguiente se nos caía la piel a tiras, porque nadie nos había dicho que había que ponerse crema protectora, ¿qué era eso? Bueno, sí, era esa crema de color blanco que daban ganas de comérsela porque olía a coco, con la que se untaban el cuerpo las extranjeras. Tal vez por eso mismo, hasta años después no empezaríamos a utilizarlo con asiduidad.
Y al llegar a casa, no puedo olvidar aquel gustito que me quedaba en el cuerpo, la sensación del baño que nos daba mi madre, a mi hermana y a mí. Después nos untaba el cuerpo con un poco de crema Nivea. Nos la aplicaba directamente desde aquella caja de aluminio azul con letras blancas. Aquella crema, que era demasiado espesa y mientras nos la restregaba por la espalda enrojecida dolía un poco, era milagrosa. Servía para todo, para hidratarnos y para quitarnos las rojeces del sol. Luego nos ponía el pijama y nos metía en la cama.
Durante aquellos últimos minutos, la poca energía que me quedaba, la que no había consumido en la playa, se iba apagando y mientras me quedaba dormido, me sentía la persona más feliz del mundo, y el escozor que tenía en la espalda me lo iba recordando durante varios días.
Que tengáis un feliz comienzo de verano, viajeros.

miércoles, 14 de abril de 2010

La primera librería II

¿Alguien se acuerda de cuando hice un “fake” conforme mi libro se iba a presentar en una librería? Si alguien quiere leerlo que haga clic aquí, aunque la verdad es siempre más interesante. Sí, sí, sí. Este viernes presento mi libro en la librería “El Racó del Llibre” de Rubí. Aquí os paso la invitación por si estáis interesados en acudir al acto. Para los que sean de fuera y no lo entiendan, os traduzco a continuación. No hace falta que os diga que estáis todos invitados al acto. El Racó del Llibre os invita a la presentación del libro de Fran Rueda, licenciado en interpretación por el Institut del Teatrre de Barcelona.

Hora: 19:30 Fecha: 16-04-2010
Sala de Presentaciones del Racó del llibre Jove
(Av. Barcelona, 52 – 08191 Rubí - Barcelona)
Tel. 93 699 30 00
Email: racodelllibrejove@cambrescat.es

“Y MIRO EL MUNDO COMO RUEDA”
Libro de cuentos y fotografía. Fotografías que han sugerido una historia y cuentos que estaban escondidos dentro de las fotografías.
Nos presentará el libro Àngel Miguel, director de la compañía la Càmara Teatre Rubí i harán la lectura de cuentos el mismo autor i Manu Fuster, actores y miembros de la compañía de teatro.
Abajo tenéis un plano de la situación de la librería. Os espero.
Que tengáis un feliz día, viajeros.

sábado, 6 de marzo de 2010

La barandilla

Julia emitió un gemido pequeño y casi ahogado, mientras sentía que la piel se le erizaba. Los poros de todo su cuerpo se abrieron y por unos segundos, sólo las neuronas que recubrían su vientre, sus labios y sus pechos seguían transmitiendo a su cerebro sensaciones a toda velocidad. Había perdido durante ese lapso la funcionalidad del resto de los sentidos, sobretodo la del oído.
Miró a su marido, que yacía junto a ella con los ojos cerrados y una ligera sonrisa de tranquilidad en los labios. Notaba la suavidad de la seda de las sábanas sobre su cuerpo sudoroso, casi desnudo, especialmente sobre sus pezones durísimos y ligeramente doloridos. Reconocía en la humedad de sus nalgas que hacía tan sólo unos segundos acababa de tener un orgasmo. Como siempre que acababa, y de manera casi mecánica, como un tic, pero muy suavemente, con la mano se acariciaba la entrepierna, como el que acaricia a un cachorro que ha aprendido bien la lección, parecía que premiaba con esas caricias el rápido aprendizaje y el trabajo bien hecho.
Todavía sentía la sutil sordera del orgasmo, pero ya algo más debilitada. Entonces dio un suspiro más grande y le vinieron a la memoria los veranos en la casa de campo de los abuelos, cuando era niña, donde descubrió el sexo, casi por accidente.
La casa familiar estaba situada encima de una colina. Desde el porche se divisaban las tierras de labriego y el camino que las atravesaba, se perdía a lo lejos. Julia se sentaba allí muchas tardes, justo después de comer, mientras los abuelos y el personal que trabajaba habitualmente las tierras aprovechaban las horas de más calor, para dormir una siesta. Esperaba sin hacer demasiado ruido, como le habían advertido sus abuelos, la llegada de sus padres, o la de sus primos, o la de cualquier visita que hiciera menos aburridas aquellas tórridas tardes de verano.
Cuando los hijos gemelos de sus tíos llegaban a la finca, se había acabado el aburrimiento. Nada más aparecían por la puerta Carlos y Roberto, que eran un par de años mayores que Julia, un montón juegos parecían sugerirse de la nada, donde antes no había absolutamente nada que hacer, ahora había un montón de actividades, y a cuál de ellas más sugerente.
Solían jugar al escondite por los cobertizos de la parte trasera y el juego duraba horas porque la casa era grande y había muchos sitios donde esconderse. Otras veces, sencillamente corrían por las tierras segadas, recogiendo saltamontes o cualquier otro animalillo que tuviera la mala suerte de cruzarse en su camino.
En una de esas tardes Roberto, el mayor de los gemelos, entró en la casa, subió por la escalera principal y se deslizó por la barandilla de madera. Carlos esperaba abajo, junto a Julia, y reía mientras veía a su hermano gritar como un cowboy mientras se deslizaba barandilla abajo. Subió corriendo para continuar con el juego que había empezado su hermano y cuando acabó, Julia subió queriendo imitarlos, pero Roberto se lo impidió.
—Tú no, que eres muy pequeña y te puedes hacer daño.
—Pero si ya tengo nueve años. Además soy casi tan alta como vosotros — dijo Julia para justificar su petición.
— Ni hablar, que si te haces daño se nos caerá el pelo—, concluyó Carlos mientras salía hacia el exterior de la casa, proponiendo un nuevo juego.
Al día siguiente, después de comer, cuando sus primos ya se habían marchado, Julia bajó por la escalera para volver a sentarse y mirar desde el porche, sola y aburrida, el largo camino que separaba los sembrados. Pero antes de salir al exterior recordó cómo sus primos se habían divertido el día anterior mientras se deslizaban por la barandilla.
Julia subió la escalera, se colocó en posición, se sujetó fuerte y aflojo lentamente las manos mientras se deslizaba hacia la parte baja. Cuando llegó abajo se quedó un momento pensando en lo que había hecho. Una agradable sensación había recorrido todo su cuerpo, pero no sabía cómo había sucedido, qué la había provocado. Volvió a subir a la parte alta y se volvió a deslizar por la barandilla. Y volvió a sentir la misma sensación que partía de su bajo vientre y como un cosquilleo le recorría toda la espalda.
Durante todo aquel verano estuvo bajando y subiendo por la escalera. Ya no esperaba en el porche la llegada de nadie. Tan sólo esperaba la hora de la siesta, cuando nadie pudiera verla, para poder jugar sola al juego de la barandilla.
Julia seguía con la mano sobre su entrepierna y aunque ya no la acariciaba, sonreía mientras recordaba que tuvieron que pasar dos veranos más para descubrir que no hacía falta la barandilla de la casa de campo de sus abuelos, ni ninguna otra barandilla, para tener aquella sensación de placer. De la misma manera que su marido, a veces, tampoco era necesario. —pensó mientras contemplaba que todavía seguía durmiendo con la misma cara de tranquilidad y ajeno a sus juegos.
© Fran Rueda, febrero de 2010
Que tengáis un feliz día, viajeros.
Foto: Entrada a una casa de campo en Ortigosa de Cameros. Diciembre de 2006.

domingo, 31 de enero de 2010

Por eso

— Creo que no lo he llegado a entender bien. ¿Puede hacer el favor de explicármelo otra vez, como si yo fuera tonto? — dijo el gerente.
— No se preocupe, estoy acostumbrado a repetir las cosas mil veces, recuerde que soy licenciado en filología castellana, aunque en esta empresa me sirva de bien poco.
— No diga eso, aquí valoramos realmente toda la formación de nuestros empelados, aunque no tenga nada que ver con las funciones que desarrollen en esta empresa.
— Como usted bien sabe, Marta se sienta en la mesa que hay nada más salir de mi despacho — dije empezando la explicación de lo que había pasado esa mañana. — No es mi secretaria, ni tiene absolutamente nada que ver conmigo, laboralmente hablando, pero a veces, cuando mi secretaria no está, ella coge los recados que llegan para mí. Todos los días la escucho desde mi despacho hablar con su madre, un par de veces. Utiliza un tono bastante vulgar, con mucho desprecio, incluso lleno de agresividad, me atrevería a decir. No sé cuál es el motivo, pero algo me dice que la relación entre ellas no es demasiado buena.
Esta mañana, mientras salía de mi despacho para entregarle la máquina de triturar papel a mi secretaria para que la llevara a reparar, escuché el final de una conversación entre ellas dos.
— Susana me ha dicho que a partir de ahora las carpetas de firma las tendremos que llevar a primera hora de la mañana — comentaba Eva, mi secretaria, a Marta.
— Está cargada de tonterías, desde que es secretaria del gerente no hay quien la aguante. — dijo Marta con el mismo tono que utilizaba con su madre.
— No es eso, mujer — continuó Eva, — es para que el gerente las pueda firmar antes de marcharse.
— Por eso. — concluyó Marta.
— Perdone que la interrumpa —dije yo con la trituradora de papel en la mano—, no quisiera molestar, pero ahí no puede utilizar la expresión “por eso”. Es una expresión consecutiva. Es como si usted dijera que la frase que Eva ha dicho es consecuencia de la que usted ha dicho primero, y no es así.
—¿Cómo? — dijo Marta como si no entendiera nada de lo que le estaba explicando.
— Que es posible —intenté explicarle — que la nueva secretaria del gerente esté cargada de tonterías, pero que lo de llevar las carpetas a primera hora de la mañana no tiene nada que ver con su estupidez.
— Por eso. — volvió a decir Marta.
— Bien, hasta aquí lo he entendido — me interrumpió el gerente. — ¿Pero me podría explicar por qué soltó en ese momento de las manos la máquina de triturar papel encima de la colección de figuritas de vidrio que tiene la señora Marta en la mesa auxiliar?
— ¿Cómo que por qué? Está clarísimo, —dije yo para acabar — por eso.
Que tengáis un feliz día, viajeros.
Foto: Un cristal a la salida del Museo Reina Sofía. Madrid, diciembre de 2008