domingo, 27 de junio de 2010

Un día de playa

Foto: Mi hermana y yo bañándonos en un rio, la Riereta, cuando todavía era posible hacerlo. Alrededor de 1970
—Todavía no, un rato más—intentaba decir desde la cama, pero en lugar de eso tan sólo era capaz de emitir un sonido prolongado, casi lastimoso, entre gruñido y quejido.
Levantarse a las cinco y media de la mañana hubiera sido terrible para un niño de seis años, si aquel madrugón no hubiera tenido como contraprestación lo que vendría después.
No entendía por qué había que levantarse tan pronto para ir a la playa.
«Si todavía es de noche» —pensaba mientras me quedaba unos segundos sentado en el borde de la cama, como atontado. Miraba al infinito, situado en la pared de enfrente, pintada de color verde, mitad de pintura de aceite, para evitar que se manchara con las manos sucias de mi hermana y mías, mitad de pintura plástica. Tal vez sí que pronunciaba aquellas palabras, pero eran tan ininteligibles que parecían un pensamiento.
Mis padres llevaban ya rato levantados, preparando todo lo necesario para que la jornada fuera lo más cómoda posible. En unas cestas tejidas con fibra de nylon, mi madre metía los platos, los vasos, los cubiertos y el resto de utensilios que íbamos a necesitar durante el día, y lo más importante: el menú, que casi siempre consistía en tortilla de patatas con cebolla de primero, y pollo con tomate frito de segundo. Un menú que aguantaba muy bien el calor y los inconvenientes que tiene el comer al aire libre, pues en el chiringuito —al que entonces llamábamos merendero— en el que alquilábamos una mesa con dos bancos de madera, no había dónde calentar la comida. Era a principios de los setenta y a pesar que el microondas ya estaba inventado, todavía no era de uso común en los hogares, y mucho menos en los chiringuitos de playa.
Aunque a veces estaba cocinando cuando me levantaba, mi madre casi siempre preparaba la comida el día anterior. A esas horas de la mañana, sólo se dedicaba a colocarla en fiambreras de plástico —lo que ahora llamaríamos tapers— para que aguantara lo mejor posible el trasporte. También preparaba la nevera con los refrescos recubiertos de hielo, que garantizaba el frescor hasta por lo menos la hora de la comida. A veces en la nevera había una botella de plástico llena de agua que mi madre había metido en el congelador el día anterior. Esa botella tenía doble función, pues con el hielo que se había formado en el interior las bebidas que la acompañaban se mantenían frescas y, cuando el contenido de la botella se había empezado a descongelar, teníamos agua fresca para el resto del día. Otras tareas importantes de las que también se encargaba sólo mi madre antes de salir de casa eran las de preparar las bolsas con las toallas y el flotador, hacer las camas, recoger el pequeño piso, y prepararnos la ropa que teníamos que ponernos mi hermana y yo.
Mi padre, mientras tanto, se asignaba como única tarea la de dar paseos por la casa, nervioso como un león enjaulado. Como mucho se dedicaba a mover de un sitio a otro las bolsas que mi madre iba dejando preparadas.
—Ya verás como llegamos tarde. Verás como perdemos el autocar— replicaba mi padre automáticamente, respondiera lo que respondiera mi madre a sus insistentes preguntas sobre la hora qué era.
Mi atontamiento duraba poco, enseguida dejaba paso a una actividad frenética y llena de ilusión. La energía aparecía de la nada en cuanto recordaba para qué nos levantábamos a esa hora. Me quitaba el pijama rapidísimamente y me enfundaba el bañador, y a continuación los pantalones cortos y la camiseta, y para terminar las sandalias de goma de color carne, que había dejado mi madre al lado de la ropa. Odiaba aquellas sandalias porque siempre acababan haciéndome rozaduras en la parte del empeine, donde la hebilla rozaba con la piel, pero a pesar de eso me las ponía con gusto, porque las asociaba a las alegrías que vendrían después. Mientras tanto mi hermana también hacía lo propio con su bañador, su vestido corto y unas chanclas de goma azul. Yo envidiaba aquellas chanclas, me gustaba el ruido que hacía mi hermana cuando caminaba y las chancletas le golpeaban el talón: cla, cla, cla. Pero aquel ruido y ese tipo de calzado estaban destinados sólo a las niñas. Para nosotros los niños, estaban reservadas las horribles cangrejeras de color beige.
Cuando llegábamos a la playa, el autocar nos dejaba cerca de un merendero. Acarreábamos los bártulos hasta allí, colocábamos las bolsas con la comida y la nevera encima de la mesa que nos habían asignado y lo cubríamos todo con un hule que hacía doble función, la de cubrir y proteger nuestras bolsas llenas de comida y la propia de un hule, la de hacer de mantel cuando llegaba la hora de comer. Nadie temía que nos robaran la comida, o que se llevaran la nevera llena de bebidas.
Reservábamos la mesa para que a la hora de la comida no nos encontráramos con la sorpresa de que estuviera todo ocupado. Esos momentos, que en realidad duraban tan sólo unos minutos, se me hacían eternos, porque las ganas de llegar a la arena habían esperado ya demasiado. Quería volver a sentir el frio inicial que atraviesa el cuerpo desde la planta de los pies hasta el cogote, recorriendo la espalda al pisar la arena húmeda a primera hora de la mañana, y volver a tener la piel de gallina durante unos segundos, y aquel olor a sal, que incluso cuando lo siento ahora, en la actualidad, me devuelve a aquellos momentos.
Me pasaba todo el día jugando y riendo con mi hermana, entrando y saliendo del agua, haciendo castillos, jugando con la arena y revolcándome, y cuando estaban a punto de cerrar la playa, o eso nos decía mi madre para que nos marcháramos sin replicar a la hora que habían acordado con el conductor del autocar, nos volvíamos a poner la ropa con el bañador todavía mojado. Casi siempre acabábamos con los talones y el bañador llenos de chapapote —al que nosotros llamábamos alquitrán—. No sabíamos siquiera que venía de la limpieza de los barcos petroleros que veíamos pasar por el horizonte. Luego, al llegar a casa, mi madre nos lo limpiaba con un trapo viejo empapado en aceite, y no pasaba nada.
Habíamos Jugado durante horas al sol, y qué más daba si al día siguiente se nos caía la piel a tiras, porque nadie nos había dicho que había que ponerse crema protectora, ¿qué era eso? Bueno, sí, era esa crema de color blanco que daban ganas de comérsela porque olía a coco, con la que se untaban el cuerpo las extranjeras. Tal vez por eso mismo, hasta años después no empezaríamos a utilizarlo con asiduidad.
Y al llegar a casa, no puedo olvidar aquel gustito que me quedaba en el cuerpo, la sensación del baño que nos daba mi madre, a mi hermana y a mí. Después nos untaba el cuerpo con un poco de crema Nivea. Nos la aplicaba directamente desde aquella caja de aluminio azul con letras blancas. Aquella crema, que era demasiado espesa y mientras nos la restregaba por la espalda enrojecida dolía un poco, era milagrosa. Servía para todo, para hidratarnos y para quitarnos las rojeces del sol. Luego nos ponía el pijama y nos metía en la cama.
Durante aquellos últimos minutos, la poca energía que me quedaba, la que no había consumido en la playa, se iba apagando y mientras me quedaba dormido, me sentía la persona más feliz del mundo, y el escozor que tenía en la espalda me lo iba recordando durante varios días.
Que tengáis un feliz comienzo de verano, viajeros.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

La playa de pequeñajos...

¡Cuántas cosas comunes! Yo llegué a odiar la tortilla de patatas en esa época -luego ya no- y siempre me queda el recuerdo de una espalda al rojo vivo, el volver con arena en las "bambas", con la piel salada -no había duchas en las playas-, la quemazón del primer tocar la arena (nosotros no madrugábamos tanto) y que lo pasaba en grande.

La "nivea" para mí era tan solo una pelota azul que era típico que botara por la arena, perteneciente a otros bañistas. Mi bálsamo post-playa era el "after sun" (ahora soy adicto a la crema azul de letras blancas...)

PODI-.

Amelia Díaz dijo...

La tortilla de patatas y el pollo frito, las fiambreras, las chanclas de goma,la Nivea, la sal, la piel roja y escocida...las risas, la libertad (excepto las dos horas rigurosas de "hacer la digestión"...cuyos últimos diez minutos parecían un mes...), simbiosis de piel y agua, de olor a mar en el alma...hasta el alquitrán en los talones.

¿Sabes?
Creo que este verano llevaré a mis hijas a pasar un día así. Creo que aún existe una playa sin servicios ni apartamentos...

Me ha gustado muchísimo leer un relato escrito de forma magistral y que consigue llenarnos de sensaciones.

Besos mediterráneos.

Manel Aljama dijo...

Un texto de nivel.
Muy cuidado con todos los detalles que permiten al lector viajar hasta la habitación pintada con pintura plástica verde, verstir las sandalias y envidiar las de la hermana, la comida, el autocar, la actitud del padre o la celeridad con que la madre lo resuelve todo.
También es destacable el inocente contacto con el chapapote. Hoy te pica una medusa y eres capaz de denunciar al ayuntamiento...
El broche de oro se lo lleva el escozor y la "crema milagrosa". Dicen que sensaciones como esas te acompañan toda la vida.

Anhermart dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anhermart dijo...

Blogger Anhermart dijo...

Hola Fran, se nota que la distancia que nos separa geográficamente no excede los seis kilómetros: Tarrasa-Sabadell, porque has descrito un día de playa que podría ser perfectamente uno de lo vividos por mí en aquellos años.Así éramos entonces y todo eso es lo que hacíamos-aún a pesar de los años que te llevo, en los setenta yo tenía veinte, ese era el modus operandi de aquella época en un día playero- Lo has descrito todo de manera perfectamente reconocible para mí,
hasta el último detalle(chapapote incluido)
Un abrazo.